A continuación, os traigo, un cuento corto publicado en la revista del Ateneo de Lorca. Decenario de literatura, ciencia y arte. Titulado El tesoro del Luchena, publicado en dicha revista el 10 de febrero de 1897. La historia transcurre en la pedanía de la Culebrina con el río Luchena de protagonista.
Siendo yo muy niño, y con objeto de entretenerme en esas largas noches de invierno, cuando la lluvia y el viento producen extraños e incomprensibles rumores, como sorda lucha de gigantes o como lastimeros quejidos de seres misteriosos y sobrenaturales, al amor de la lumbre, y viendo juguetear las llamas en la espaciosa chimenea, hubieron de contarme, más de una vez, cuentos y narraciones de tesoros escondidos, que habían dejado en nuestro suelo los poderosos magnates árabes, en la creencia y seguridad que pronto reconquistarían estas hermosas tierras, de donde fueron expulsados por el valeroso esfuerzo de nuestros mayores. Siempre, en estos cuentos, habían de hablarme del paraje de Luchena, como uno de los sitios donde seguramente tenían que encontrarse mayor número de riquezas.
Muchos años después, tuve ocasión de recorrer estos lugares, y a ellos fui con satisfacción inmensa, por recordarme aquellos alegres y venturosos días de la infancia, en que patrañas y raros cuentos eran causa de nuestra alegría, y nos tenían embebidos horas y horas, pendientes de los labios de la anciana narradora.
Una espléndida mañana de primavera, salí con dirección al Luchena: tomé la ribera del Guadalentín por la falda que corona el histórico castillo de la ciudad, dejé a la espalda molinos y caseríos, bordados de cañares y envueltos entre frondosa arboleda, pasé por el célebre Pantano de puentes, y tomando a la derecha por el río de Luchena, llegué a lo que se llama los ojos o fuentes de este, que era precisamente
el sitio que yo me proponía visitar.
Nace en Luchena el río de este nombre, en un barranco cubierto de pinares y rodeado de montañas, que parecen jumarse hacia su cumbre; brota el río entre multitud de rocas, y en muchos sitios sube el agua como blanca y hermosísima palmera, formando en su caída graciosos arcos donde la luz solar se quiebra, formando bellísimas irisaciones, multitud de peces de plateadas escamas, circulan por aquellos arroyuelos, que poco a poco juntan sus caudales para formar más abajo el río.
Evacuados los asuntos que allí me condujeron, hablé largamente con los dueños de la casa donde me hospedaba, de las mil consejas y patrañas que, cuando niño, me refirieron de aquellos lugares.
—Algo hay de eso que usted dice—me contestó el hijo mayor del tío Miguel, guarda de aquel coto—mi padre puede enseñarle a usted algunas monedas de las que aquí hemos encontrado, y eso que bastantes se lo han regalado a los amos y muchas hemos vendido.
— Pues tendría gusto en verlas.
El tío Miguel entró a uno de los cuartos de la casa, y en un antiguo pañuelo de los llamados de hierbas, sacó como un puñado de monedas árabes, de plata, y casi todas acuñadas en Córdoba.
—¿Y dónde se encuentran estas monedas?
—Generalmente, cuando labramos, cuando llueve mucho, y algunas veces, junto a los mismos charcos del río. Aquí — añadió — hay mucho dinero escondido, pero no se sabe donde; hace ya muchísimo tiempo, cuentan que vinieron a sacarlo unos forasteros, a la Iglesia de los moros, y esta es la bendita hora que
aún no han salido de ella.
—Mucho le estimaría que me refiriese lo que recordara de estas cosas, a las que soy aficionado.
—Pero dígante, ¿A qué es aficionado a las cosas de los moros, o al dinero que dejaron enterrado?
Me eché a reír con todas las veras de mi alma, y le dije:
—A las dos cosas, tío Miguel, pero vamos a la puerta, y a la vista del terreno usted me irá refiriendo lo que sepa.
Sacamos sillas, nos sentamos en la esquina de la casa, salieron a relucir las indispensables pipas, y mi gracioso interlocutor comenzó a explicarse de esta manera:
En tiempo de los moros, había aquí una crecida población de ellos, como lo comprueban, entre otras cosas, la multitud de huesos humanos que por todas partes se encuentran. Los moros eran muy ricos, porque trabajaban minas de plata y oro, que ocultaron, cegándolas, cuando se fueron; tenían inmensos rebaños, y cogían muy buenas cosechas, pues regaban multitud de tierras que hoy son de secano por falta de riego, pues como usted deberá saber, también al irse taparon los ojos del río, razón por la que no sale más agua que la que se escapa por las pequeñas aberturas que se olvidaron de tapar.
Cuando los cristianos conquistaron este país, el rey moro de estos lugares, no pudiendo llevarse sus riquezas al reino de Granada, donde se refugiaron, determinó guardar sus tesoros y los de su pueblo, en un pozo que hay dentro de la Iglesia que ellos tenían, dejando encantados aquellos lugares, y brillando por arte mágico, dos luces en aquel picacho que se ve allí, enfrente, por si de noche venían a recoger lo que habían escondido. Hace muchos años, vinieron unos forasteros para desenterrar el tesoro, entraron en la Iglesia, destaparon el pozo a cuyo fondo arrojaron piedras que sonaban a dinero, pero al intentar bajar, una mano misteriosa los arrojó al abismo, y allí deben encontrarse; desde entonces, nadie ha osado bajar al pozo.
Quédeme un rato pensativo, y le dije:
—¿Pero usted ha visto la Iglesia de los moros?
—Mi padre, no señor, pero yo—repuso el hijo del tío Miguel—si he estado en ella algunas
veces.
—¿Tendrías inconveniente en acompañarme?
Miró a su padre como esperando a que él me contestara, como en efecto lo hizo, diciéndole:
—Acompáñalo, pero no os acerquéis al pozo
Descendimos al río, tomamos por la ladera del vecino monte, llegamos a su cumbre, y entre unos picachos aparecía una abertura como el extinguido cráter de un volcán, por lo que con auxilio de una escala descendimos al fondo. Multitud de aves de caprichoso plumaje, millares de asquerosos murciélagos empezaron a volar por las bóvedas de aquella gruta, y espantados o temerosos, se dirigían a pequeñas grietas que el transcurso del tiempo había formado en el terreno, y por donde penetraba alguna vaga claridad en aquel misterioso recinto. Aquello era imponente: infinidad de caprichosas estalactitas, obra de los siglos, aparecían esbeltas y gallardas, semejando columnas góticas, bordadas, en algunos trozos, de rarísimas figuras, que unas veces semejaban mitológicos seres, y otras delicado y finísimo encaje. La basta techumbre, espléndidamente adornada por la mano de la Naturaleza, parecía
jardín de blancas flores y fantástico artesonado del que se desprendían guirnaldas y cadenas que se entrelazaban a las columnas, o que festinaban aquellas hendiduras, por donde penetraba, tímidamente, la luz, que amorosamente jugueteaba en las gotas cristalinas que como puntas de diamante adornaban las
flores, cadenas y columnas. En los ángulos de la gruta, parecía haber existido una especie de templos o pagodas indias, según parecían amontonados en confuso desorden, capiteles, frisos y estatuas.
Largo rato quedé contemplando el maravilloso espectáculo; recorrí la gruta en todas sus direcciones, y hubo de sacarme de aquella contemplación el hijo del tío Miguel, diciéndome:
—¿Quiere usted ver el pozo del tesoro?
Adelanté unos pocos pasos, y vimos la boca de un profundo pozo; quise acercarme, pero me lo impidió el muchacho; tiré algunas piedras a su fondo, apliqué el oído, y percibí claramente el ruido que produce un cuerpo al caer en el agua; indudablemente, aquel pozo estaba en comunicación con alguna fuente del
río.
La tarde tocaba a su fin, las sombras empezaban a apoderarse lentamente de aquella solitaria mansión, comenzando sus objetos a tomar nuevas formas, cuando nos dirigimos a la escala, apareciendo felizmente en los picachos de la cumbre del monte. Nos dirigimos a la casa, y bien poco hablamos en el camino.
Aquella noche, como era natural, se dedicó toda ella a hablar de la magnífica gruta que con tanto gusto acababa de visitar; poco antes de retirarme a descansar de las fatigas del día, entró precipitadamente en la casa el tío Miguel, y me dijo:
—Salga usted, y verá las luces que hay en el sitio del tesoro.
Salí corriendo, y observé como dos ascuas de fuego, brillando en las alturas que acabábamos de recorrer aquella tarde. Me dirigí a ellas de nuevo, y mucho antes de llegar a donde aparecían aquellas luces, una ave grande batió pesadamente su vuelo, y se alejó graznando lúgubremente.
Las luces encantadas por los moros, que algunas veces brillaban en la obscuridad de la noche, eran los ojos del gran búho.
— José Mención
Cuento publicado en Ateneo de Lorca. Decenario de literatura, ciencia y artes
10 de febrero de 1897